Nada tuvo que huir de su país. Dicho así es tan pequeño... Pero repito: Nada huyó de su casa. De su tierra. De su vida. Y ahora empieza a cobrar sentido.
Nada se fue de un país en el que había hambre, dolor y guerras. Para llegar y pisar fuerte en su nuevo destino.
Nadie nunca se movió de su hogar. Siempre vivió con muchas cosas y mucha comida. Nadie desayunaba todos los días. Y se duchaba.
Nadie era chiquita y poderosa, pero no tenía Nada que decir. Nadie era infeliz. Porque a pesar de tenerlo todo, no tenía nada. No tenía a Nada.
Nada emigró en un barco de cáscara de nuez. Y llegó a un tierra que no era suya. Nada era alta y decidida. Pero no era Nadie. Su voz, no retumbaba por el mundo.
Nada conoció a Nadie. Nadie conoce Nada. Y se unieron. Se necesitaron. Se hicieron una. Nada recogió los pedacitos de su vida. Nadie subió sobre Nada. Y gritó. Gritó todo lo que siempre quiso gritar, pero no supo. Nadie enseño a Nada a serlo todo. Nada convirtió a Nadie en alguien.
Y una sobre la otra, pegaditas, construyeron la Ñ. De la Nada, de la mano de Nadie, nacieron los niños. De pequeñas cosas, crecieron grandes hazañas. El cariño, la añoranza. Sentimientos entrañables. Formaron la Ñ y se acompañaron siempre la una a la otra. Y con empeño, lograron bañar al mundo de un nuevo color añil.
Porque una “n” emigró sobre otra “N” y crearon un sueño. Y es que es absurdo eliminar o impedir las migraciones. Porque cada ser humano tiene algo que aportar, pero solo si le escuchamos. Y de las mezclas surgen los mejores resultados.
Y como decía Binta, aprendamos de las cigüeñas y cojamos lo mejor del norte y lo mejor del sur.
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